Por: Miriam Wainwright
El Mensajero Católico
En uno de los eventos que se realizaron en la parroquia de Santa María de la Visitación, Ottumwa, cuidé a los niños y niñas pequeñitas mientras sus papás participaron de una reunión. Para mantener su atención, les pregunté cuántos de ellos rezaban al levantarse o antes de ir a dormir. Les pregunté cuántos conocían la oración del Ángel de la Guarda, que es una de las primeras oraciones que aprendemos de pequeños. Solo tres de los veinte hacían sus oraciones y conocían la oración. Me sorprendió que muchos de ellos querían aprender la oración, pero que sus padres no se las habían enseñado.
Desde el momento en que un hombre y una mujer deciden unirse en matrimonio, están aceptando también el regalo de las vidas nuevas que a través de ellos vendrán: los hijos y las hijas. Una mujer con el deseo de ser madre, prepara desde antes del embarazo su cuerpo para ofrecer las vitaminas y nutrientes que el bebé necesitará para formarse bien.
¿Qué mujer no recuerda el momento en que se da cuenta que va a ser madre? ¡Qué alegría! Entonces, comienza a preparar la ropita del bebé, su cuna, su habitación y, luego, cuando nace, nos preocupamos por sus alimentos, que estén tibios y a tiempo; nos preocupamos que el bebé esté seco y limpio, que no pase frio, ni mucho calor, que cuando comienza a dar sus primeros pasos no se caiga y ya; para, entonces, comenzamos a pensar en cuando vaya a la escuela, que será cuando sea grande, en fin.
Somos responsables de esas vidas, de darles alimento y hacer que crezcan sanos y fuertes, pero somos igualmente responsables de procurarles que se desarrollen y fortalezcan en la vida espiritual. Es responsabili- dad de los padres, procurar desde el momento mismo de la concepción, que el niño o la niña, se desarrollen en un ambiente de fe, de esperanza y de caridad; de bautizar a nuestros hijos lo más pronto como sea posible, para introducirlos al pueblo de Dios y de enseñarles a rezar, pequeñas oraciones como el Ángel de la Guarda o jaculatorias cortas y bonitas, para que el niño que va sintiendo, que tiene sus padres biológicos; tiene, también, un Padre celestial y seres celestiales, que le asistirán y le ayudarán durante toda su vida. Así como les dimos la vida de la carne y los alimentamos, para que crezcan fuertes y sanos, es nuestra obligación introducirlos a una vida espiritual, fortalecer en ellos la fe, la esperanza y la caridad, para que el día de mañana sepan mante-nerse como buenos cristianos, firmes en esa fe y no caer ante un mundo que está ofreciendo a los jóvenes una falsa felicidad, basada en el egocentrismo, “el yo” mismo, los falsos placeres y el consumismo, que al final están llevando a nuestros jóvenes a caminos de perdición que terminan en vidas destrozadas, relaciones mal formadas, frustraciones, depresiones y, en muchas ocasiones, en suicidios. Nuestra responsabilidad como padres cristianos es formar hijos e hijas para Dios. Debemos enseñar a nuestros hijos desde temprana edad, a rezar, a gradecer a Dios, a pedir perdón y a recurrir a Dios en sus necesidades. Nuestros niños deben crecer rodeados de amor, de paz, de esperanza, sabiendo que cuentan con nosotros como sus padres, proveedores y protectores; pero también confiando en Dios, como su Padre celestial, sabiendo que si algún día les toca enfrentar situaciones difíciles, contarán con nuestra ayuda y con la ayuda de Dios; nuestros niños son los hombres y mujeres del mañana, los profesiona-les, gobernantes, sacerdotes, médicos, trabajadores, maestros, padres y madres; pero sobre todo, los cristianos del mañana. ‘’Dejad que los niños vengan a mi’’ dijo el Señor y a que padre no le gustaría ver a sus hijos en los brazos de Jesús y María, entonces, enseñémosles desde pequeños a contar con Dios en sus vidas, a rezar antes de dormir y al despertar, a respetar y a amar a Dios…; pues, aunque ellos vinieron al mundo a través de nosotros y que son nuestros hijos, al final siguen siendo: “los niños y niñas de Dios’’.