Mi experiencia en un hospital como alumno de cuidado espiritual

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Por Guillermo Treviño

Este verano fungí como capellán en una hospital y como participante en un programa de ministerio hospitalario llamado Educación Clínica Pastoral (CPE por sus siglas en inglés) en el Hospital Trinity en Rock Island, Ill. Como el programa era nuevo, nadie, ni siquiera el supervisor, tenía una expectativa concreta, pero el personal del hospital nos recibió con los brazos abiertos. Una de las enfermeras me dijo que el personal médico desde hacía unos diez años se había dado cuenta de la importancia que el cuidado espiritual representaba en ayudar a un paciente a mejorar. A mí se me permitió escribir mis informes sobre cuidado espiritual como parte del cuadro clínico del enfermo.
Éramos cuatro los estudiantes que recibimos este entrenamiento. Dos eran del Seminario Luterano en Dubuque y el otro era miembro de la Iglesia Unitaria de Meadville Lombard en Chicago pero avecindado en Iowa City. Nuestro supervisor era bautista. Yo era el único católico en el programa y al principio se sentí raro, pero ahora tengo unos muy buenos amigos.
Aprendí mucho acerca de las tradiciones de otras creencias y les enseñé a los estudiantes a rezar el Padre Nuestro y el Ave María en español. Meditábamos todas las mañanas. Cuando era mi turno yo decía las oraciones en español porque en mi seminario, Conception Seminary College, nos enseñaron que lo más importante que puedes hacer cuando estás con una persona de habla hispana, es rezar. Era interesante ver como desaparecían nuestras diferencias al recitar el Ave María en español.
Nuestro horario abarcaba de lunes a viernes de 9 de la mañana a 4 de la tarde por 11 semanas. Había clases las mañanas de los martes y los jueves, pero el resto del tiempo se lo dedicábamos a los pacientes. Preparábamos “verbatims,” informes en los que presentábamos las conversaciones con los pacientes en sus propias palabras. Estos ejercicios nos ayudaron a encontrar mejores maneras de responder y escuchar más a fondo las necesidades de los pacientes. Esto se dice fácilmente, pero en la práctica es más difícil. Yo aprendí muchas cosas acerca de mis hábitos de escucha y cómo me entrometía en la conversación.
Trabajé en el cuarto piso, el piso de cáncer /oncología. El programa nos invitaba a percibir nuestros puntos fuertes así como nuestras debilidades y yo pude conocerme mucho mejor a mi mismo. Teníamos sesiones individuales y grupales para discutir los problemas a los que nos enfrentábamos. Una de las cosas más difíciles para mi era manejar la muerte porque mi padre había muerto de neumonía en el hospital. Me queje de nunca haber visto a nadie en su lecho de muerte.
La última noche que estaba de guardia recibí una llamada telefónica y fui al hospital a visitar a un enfermo moribundo. La familia había decidido descontinuar el sistema de respiración artificial de su ser querido, quien no había expresado ninguna preferencia religiosa. Para mi fue un honor estar presente. Al principio estaba nerviosísimo. Uno de los padres del enfermo casi fue arrestado y me tocó calmar los ánimos. Empecé a rezar tanto por el paciente como por su familia. Oré por la paz. Platiqué con la familia e intercambiamos experiencias.
Unas cuatro horas después murió el paciente y su familia compartió unas anécdotas muy interesantes. Yo me limité a escuchar. A veces los períodos de silencio eran largos, pero eso era lo que querían. Cuando el enfermo murió abracé a los familiares, les di el pésame y oramos juntos.
Como hablo español, me pidieron que ayudara a traducir y preparar papeles legales (poderes). Este fue un reto para mi porque no quería que me consideraran solamente un traductor. Me parece que hay una diferencia considerable entre ser un capellán y ser un traductor. Como capellán conocí a muchos pacientes hispano-hablantes. Les daba mucho gusto encontrarse con alguien que hablaba su idioma y era uno de ellos. Este verano en verdad me ayudó a crecer para tratar al pueblo de Dios de una forma diferente, como Cristo. También creció mi aprecio por la fe católica porque me dí cuenta del impacto de los sacramentos, especialmente la Eucaristía y la unción de los enfermos que en un instante podían brindarle al paciente mucho más de lo que un capellán pudiera ofrecer en una hora.
(Guillermo Treviño es un seminarista de la Diócesis de Davenport. Está en la parroquia de S. Patricio en Iowa City para cumplir con un año de aprendizaje pastoral.)


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