Por P. Ross Epping
Me senté junto al viejo y desteñido escritorio de mi asesor en el Departamento de Filosofía. Su oficina era pequeña y abarrotada. Mi asesor me dijo: “Me alegra cuando veo un nuevo estudiante unirse a nuestra programa de filosofía. Pero honestamente, no hay mucho que un es-tudiante de filosofía pueda hacer en el mundo actual. ¿Mi consejo? Mantenga los estudios de filosofía, pero añada algo más a sus estudios. Estudie algo más comerciable”
Esto sucedió al comienzo de mi segundo año en la universidad de San Ambrosio en Davenport. Yo era estudiante a tiempo completo de filosofía y sentía una gran paz con mi decisión. Pensé: ¿Ir por una nueva carrera? Y, ¿ahora qué?
Mi repuesta llego rápidamente. La primera clase en el segundo año fue “Introducción a la Teología” y mi interés despertó de inmediato. Después de tener solo tres semanas de clase, había encontrado mi segunda especialidad.
Mirando hacia atrás, parece absolutamente imprudente lo rápido que elegí las áreas en las que quería dedicar el resto de mi vida. Elegí basándome en el instinto; si la elección me traía paz en el momento de mi decisión, la mantenía.
Le dije a mi asesor de filosofía durante una reunión de enero: “¡Tomé una segunda especialización! Teología”. Él sonrió y me dijo: “Usted se fue y eligió la única otra especialización que ofrecemos que es tan inútil como la filosofía”.
Así que ahí estaba yo, graduándome en tres años con títulos en teología y filosofía, completamente ‘irrentables’. Completamente incomerciables, a menos que Dios supiera exactamente lo que estaba haciendo.
Mi vocación al sacerdocio no fue algo que descubrí por mi cuenta. Tenía 9 años cuando llegó por primera vez a mi mente, todo por aquel sacerdote de mi niñez, un hombre de gran amor y servicio. En San Ambrosio, fue padre Chuck Adam y Sr. Rita Cameron quienes, por el simple hecho de vivir su propias vocaciones, impulsaron más profundamente dentro de mí preguntar a Dios, qué era lo que estaba destinado a ser y qué debía hacer.
Recuerdo haberle dicho a la hermana Rita, nuestra ministra de música en el campus universitario, que pensé que Dios podría estar llamándome al sacerdocio. “Ya lo sabía”, me dijo. “Ya lo sabíamos. Solo queríamos darte el espacio para que tú también lo descubras”.
Cada decisión, cada elección que he tomado a lo largo de mi vida, me ha llevado hasta aquí. Ahora. Sacerdote de Jesucristo. Pastor. Director de Vocaciones.
Pero esas elecciones y esas decisiones, nunca podría haberlas tomado por mi cuenta. Dios los colocó frente a mí. Sus mensajeros me ayudaron a decidir qué elegir.
Somos, cada uno de nosotros, mensajeros de Dios, que nos ha regalado la fe y la misión para construir su reino. Su reino necesita hombres y mujeres que permitan que sus corazones se abran. Su reino necesita sacerdotes, necesita hermanos religiosos, necesita religiosas.
¿Puedes ser la hermana Rita de alguien? ¿Puedes ser el padre Chuck de alguien? ¿Puedo ser el pastor de la infancia comprometida y amorosa de alguien que planta semillas, que darán fruto durante toda la vida de un niño?
(Padre Ross Epping es el director de las Vocaciones para la Diócesis de Davenport y párroco de Santa María en Grinnell.)